Tres días con los endemoniados, de Alardo Prats y Beltrán, 1929. (1/7)
TRES DÍAS CON LOS ENDEMONIADOS
Alardo Prats, 1929
Edición El Inquilino Guionista, 2020
En el túnel de la noche
Cinco trenes, como cinco galgos negros, prestos a emprender la carrera sobre la llanura, esperan la señal de la partida. Unos tienen la meta en las provincias del Sur; otros, en las claras ciudades de levante. Expreso de Valencia.
Ya ha ganado el tren las agujas. Él mismo se da ánimos con agrios pitidos para acrecer su marcha. Un momento, y el recinto de la estación queda allá lejos. Entre las tinieblas que lo envuelven parpadean unas luces verdes, amarillas, rojas. Sobre la ciudad, la noche. Y en la noche, el reflejo de los soles artificiales que iluminan el nocturno ciudadano como un inmenso vaho de incendio.
Danzan los puntos de luz en el campo: pueblos castellanos arropados con sombras.
Tren cara a la noche profunda que acaba de dorar en el cielo azul obscuro un enjambre de luceros da misterioso escintillar. Marcha rápido por el túnel tenebroso de la noche—el túnel que comenzó apenas cerrado el ocaso—, como al maquinista le aquejase el ansia del goce de la subyugante maravilla de la aurora sobre las tierras mediterráneas, de las luces del nuevo día, de la suntuosidad decorativa de la huerta y del mar.
En el túnel de la noche, una gran claridad: Alcázar de San Juan. Pausa. Y otra vez se lanza a la carrera el galgo negro del expreso. Los resoplidos de su jadeante alentar se cuajan en tenues nubecillas, grises de vapor, que tiemblan hasta desvanecerse en la sombra negra. La monotonía del viaje comienza a despertar el ansia de la llegada y excita los nervios, ya exacerbados por el insomnio.
Por el insomnio y por la inquietud. Voy a hacer un reportaje sobre unos «endemoniados». ¿No están justificados la inquietud y el nerviosismo? ¡Endemoniados en pleno siglo XX!
Pensar en el objeto de este viaje, en el recinto de un coche de primera clase de un tren que marcha a sesenta por hora entre pueblos prósperos y cultos, ¿no parece el absurdo delirio de una imaginación enferma? Sin embargo, en pleno siglo XX, en un rincón apartado de una provincia española, hay endemoniados. No se trata de un cuento terrorífico de brujas y maleficios, sino de una realidad concreta.
En el año de gracia de 1929 un periodista va a escribir un reportaje sobre unos endemoniados. Un periodista incapaz, por un imperativo de ética profesional, bajo cuyo auspicio en todo momento coloca su modesta pluma, de engañar a sus lectores con una mixtificación imaginativa y absurda; un periodista que ama firmemente y ante todo la verdad y que sabe a cuánto obliga el atenerse a sus dictados de una manera objetiva, sin apasionamientos, serena y llanamente.
Aunque suene a narración de Hoffman, yo sostengo la existencia de esta realidad, que parece obra de una monstruosa fantasía y que supera a las creaciones imaginativas más descabelladas en interés dramático y en sugestiones terroríficas. La tragedia de los poseídos, de los que gimen bajo el dominio de Satán, como una vena de amargura que arranca de los estratos profundos de los negros tiempos del medievo, brota todos los años entre las rocas gigantes de una montaña lejana y emborracha de terror, superstición y brutalidad a una multitud fanática.
Es un dramático anacronismo. Satán, con su cohorte de espíritus malignos, en pleno triunfo en el siglo del motor de doble explosión y de la telegrafía sin hilos; cuando ya hemos proclamado «urbi et orbi» la liberación del hombre da las negras pesadillas del miedo supersticioso a las tinieblas y maleficios de las obscuras potencias infernales, el señor Satán sigue manteniendo con grilletes de incultura su tiranía sobre las almas incapaces de liberarse por las propias luces de su inteligencia de su ominosa servidumbre.
Voy a tierras del Maestrazgo. Hacia el corazón de la serranía del Maestrazgo: oleaje encrespado de montañas petrificadas que descienden hasta el mar. Rincón de bravía belleza. Cumbres altísimas. Barrancos hondos. Montañas erizadas de sombríos encinares. Cañadas y gargantas pobladas de pinos desmelenados. Rocas híspidas y desnudas, en donde apenas florece en primavera el helecho y la dorada flor de la aliaga. Nieve en invierno. Y en todas las estaciones, un viento huracanado brama en las gargantas y desfiladeros. Castillos en ruinas arañan con las garras de sus almenas el cielo. Los pueblos, diseminados en la serranía, albean entre bosques obscuros prendidos como nidos de golondrinas en los imponentes roquedales, o junto a los ríos de cauces accidentados y pedregosos y corrientes de turbulentos aluviones. Tierra de leyendas y superstición.
En uno de estos pueblos oí hablar de la existencia de los endemoniados. Fue en un otoño lejano. Y, sin embargo, la decoración de la estancia donde me encontraba era ya de cuento de invierno. Bajo la amplia campana de la chimenea chisporroteaban los leños encendidos. Danzaban las llamas rojas la danza ritual, que acompaña la voz de la conseja en las noches invernales. Crepitaban las retamas y sabinas en el fuego, y las brasas rojas, levemente cubiertas por el polvo plateado de la ceniza reciente, fingían obsesionantes figuras fantasmagóricas. Tolvanera en la calle. El vendaval hacía gemir los goznes de las puertas; silbaba con silbidos intermitentes y misteriosos en los desvanes del viejo caserón.
—Como un alma en pena—decían las mujeres.
Ululaba en el cañón de la chimenea. Y en su galopar inquieto por el espacio llevaba en sus lomos los sonidos lentos, imponentes, amedrentadores de la campana de las horas del poblado, hasta estrellarlos en el confín remoto de los ecos.
Y junto al hogar, presa la mirada en los finos perfiles de las llamas danzaderas, estaba yo con unos viejos familiares. Todos sentados en ese amplio estrado que se eleva como un homenaje al fuego hogareño en las cocinas de los caserones pueblerinos.
La voz de la superstición en la boca de una mujer:
Alardo Prats, 1929
Edición El Inquilino Guionista, 2020
En el túnel de la noche
Cinco trenes, como cinco galgos negros, prestos a emprender la carrera sobre la llanura, esperan la señal de la partida. Unos tienen la meta en las provincias del Sur; otros, en las claras ciudades de levante. Expreso de Valencia.
Ya ha ganado el tren las agujas. Él mismo se da ánimos con agrios pitidos para acrecer su marcha. Un momento, y el recinto de la estación queda allá lejos. Entre las tinieblas que lo envuelven parpadean unas luces verdes, amarillas, rojas. Sobre la ciudad, la noche. Y en la noche, el reflejo de los soles artificiales que iluminan el nocturno ciudadano como un inmenso vaho de incendio.
Danzan los puntos de luz en el campo: pueblos castellanos arropados con sombras.
Tren cara a la noche profunda que acaba de dorar en el cielo azul obscuro un enjambre de luceros da misterioso escintillar. Marcha rápido por el túnel tenebroso de la noche—el túnel que comenzó apenas cerrado el ocaso—, como al maquinista le aquejase el ansia del goce de la subyugante maravilla de la aurora sobre las tierras mediterráneas, de las luces del nuevo día, de la suntuosidad decorativa de la huerta y del mar.
En el túnel de la noche, una gran claridad: Alcázar de San Juan. Pausa. Y otra vez se lanza a la carrera el galgo negro del expreso. Los resoplidos de su jadeante alentar se cuajan en tenues nubecillas, grises de vapor, que tiemblan hasta desvanecerse en la sombra negra. La monotonía del viaje comienza a despertar el ansia de la llegada y excita los nervios, ya exacerbados por el insomnio.
Por el insomnio y por la inquietud. Voy a hacer un reportaje sobre unos «endemoniados». ¿No están justificados la inquietud y el nerviosismo? ¡Endemoniados en pleno siglo XX!
Pensar en el objeto de este viaje, en el recinto de un coche de primera clase de un tren que marcha a sesenta por hora entre pueblos prósperos y cultos, ¿no parece el absurdo delirio de una imaginación enferma? Sin embargo, en pleno siglo XX, en un rincón apartado de una provincia española, hay endemoniados. No se trata de un cuento terrorífico de brujas y maleficios, sino de una realidad concreta.
En el año de gracia de 1929 un periodista va a escribir un reportaje sobre unos endemoniados. Un periodista incapaz, por un imperativo de ética profesional, bajo cuyo auspicio en todo momento coloca su modesta pluma, de engañar a sus lectores con una mixtificación imaginativa y absurda; un periodista que ama firmemente y ante todo la verdad y que sabe a cuánto obliga el atenerse a sus dictados de una manera objetiva, sin apasionamientos, serena y llanamente.
Aunque suene a narración de Hoffman, yo sostengo la existencia de esta realidad, que parece obra de una monstruosa fantasía y que supera a las creaciones imaginativas más descabelladas en interés dramático y en sugestiones terroríficas. La tragedia de los poseídos, de los que gimen bajo el dominio de Satán, como una vena de amargura que arranca de los estratos profundos de los negros tiempos del medievo, brota todos los años entre las rocas gigantes de una montaña lejana y emborracha de terror, superstición y brutalidad a una multitud fanática.
Es un dramático anacronismo. Satán, con su cohorte de espíritus malignos, en pleno triunfo en el siglo del motor de doble explosión y de la telegrafía sin hilos; cuando ya hemos proclamado «urbi et orbi» la liberación del hombre da las negras pesadillas del miedo supersticioso a las tinieblas y maleficios de las obscuras potencias infernales, el señor Satán sigue manteniendo con grilletes de incultura su tiranía sobre las almas incapaces de liberarse por las propias luces de su inteligencia de su ominosa servidumbre.
Voy a tierras del Maestrazgo. Hacia el corazón de la serranía del Maestrazgo: oleaje encrespado de montañas petrificadas que descienden hasta el mar. Rincón de bravía belleza. Cumbres altísimas. Barrancos hondos. Montañas erizadas de sombríos encinares. Cañadas y gargantas pobladas de pinos desmelenados. Rocas híspidas y desnudas, en donde apenas florece en primavera el helecho y la dorada flor de la aliaga. Nieve en invierno. Y en todas las estaciones, un viento huracanado brama en las gargantas y desfiladeros. Castillos en ruinas arañan con las garras de sus almenas el cielo. Los pueblos, diseminados en la serranía, albean entre bosques obscuros prendidos como nidos de golondrinas en los imponentes roquedales, o junto a los ríos de cauces accidentados y pedregosos y corrientes de turbulentos aluviones. Tierra de leyendas y superstición.
En uno de estos pueblos oí hablar de la existencia de los endemoniados. Fue en un otoño lejano. Y, sin embargo, la decoración de la estancia donde me encontraba era ya de cuento de invierno. Bajo la amplia campana de la chimenea chisporroteaban los leños encendidos. Danzaban las llamas rojas la danza ritual, que acompaña la voz de la conseja en las noches invernales. Crepitaban las retamas y sabinas en el fuego, y las brasas rojas, levemente cubiertas por el polvo plateado de la ceniza reciente, fingían obsesionantes figuras fantasmagóricas. Tolvanera en la calle. El vendaval hacía gemir los goznes de las puertas; silbaba con silbidos intermitentes y misteriosos en los desvanes del viejo caserón.
—Como un alma en pena—decían las mujeres.
Ululaba en el cañón de la chimenea. Y en su galopar inquieto por el espacio llevaba en sus lomos los sonidos lentos, imponentes, amedrentadores de la campana de las horas del poblado, hasta estrellarlos en el confín remoto de los ecos.
Y junto al hogar, presa la mirada en los finos perfiles de las llamas danzaderas, estaba yo con unos viejos familiares. Todos sentados en ese amplio estrado que se eleva como un homenaje al fuego hogareño en las cocinas de los caserones pueblerinos.
La voz de la superstición en la boca de una mujer:
—¡Cómo aúlla el viento esta noche! De fijo, alguien aparecerá ahorcado mañana. Los «malignos» andan con el viento e infunden tan malas determinaciones...
Esto no fue más que el comienzo de la larga secuencia supersticiosa.
—Sí; hay demonios —me decían—. Y endemoniados. Todos los hemos visto en la Balma, adonde van para librarse los poseídos.
Ahora voy a comprobar la existencia de estos endemoniados. Han pasado años desde la noche aquella en que una mujer los evocó durante las horas lentas de una velada de otoño que parecía de cuento de invierno.
Hace unos días recibí en Madrid noticias dignas de toda mi fe, en las que me comunicaban la existencia de «poseídos» por los demonios. Se congregan estos desdichados para expulsar de sus pecadores cuerpos a los malignos espíritus en una cueva milagrosa situada en una ingente montaña de la estribación de Sierra Palomita, en el confín de Aragón, Cataluña y Valencia.
Más de diez mil personas se reúnen todos los años, durante los días 6, 7 y 8 de Septiembre, para ayudar a los endemoniados en la liberación de las diabólicas influencias que les atormentan.
A la altura de Játiba nos sorprende el amanecer. Huertos floridos. Pueblos rodeados de jardines. Al fondo, el telón azul del mar. Valencia.
Camino de la Sierra.
Noche en Castellón. A la amanecida emprendemos el viaje hacia tierras del Maestrazgo. Aún no se han disipado en la costa las sutiles neblinas mañaneras. Jirones del sueño de encantamiento de los nocturnos levantinos. La carretera que conduce a los pueblos de la serranía, surcada de profundos relejes, discurre, antes de que comience a reptar por las faldas de las primeras montañas, por la verdegueante llanura de la Plana, entre huertos de naranjos y limoneros. Colinas y alcores verdes, recién lavados por la lluvia. Primeras cuestas. El motor del automóvil que ocupamos el fotógrafo y yo rezonga angustiosamente. Su tableteo monótono resuena en la profunda barrancada que bordea el camino como un trueno prolongado.
Tras un monte con el color rosado de las estratificaciones volcánicas, manchado de verdes pinos y chaparros palmones, ha desaparecido la visión encantadora de la azul ensenada que el azul del mar forma en la costa de Benicasim, entre los brazos pétreos del puerto de Castellón y el cabo de Oropesa. Borriol. Su castillo se destaca en el vórtice de una montaña de roca viva que parece un gigantesco dolmen colocado por los titanes junto al caserío blanco. El oleaje de montañas crece. El camino zigzaguea por las vertientes verdes de pinares y de húmedos musgos. Entra el verdor, rocas enormes, de caprichosas formas, color de plata. Pasadas las cuestas de la Puebla, entramos en la llanura de Cabanes. La carretera traspasa el llano, poblado de olivos centenarios de troncos negros y retorcidos y frondas plateadas, como una espada. No lejos, y paralela al camino que seguimos, avanza una antigua calzada. Sobre la calzada, un arco monumental recuerda viejas gestas de las cohortes romanas. Estamos en pleno Maestrazgo, antigua demarcación integrada por pueblos de la parte alta y montañosa de la provincia de Castellón, feudo, durante los primeros siglos que siguieron a la Reconquista, de los maestros de las Órdenes militares de Montesa y Calatrava.
La llanura está rodeada por una cadena de montañas. El monte de Peñagolosa se recorta en el cielo azul. Sierra Engarcerán, con las obscuras manchas de los encinares. Caseríos blancos entre las rocas. El valle se estrecha al llegar a Cuevas da Vinromá, hasta convertirse en cañada. Un río y molinos en las márgenes. Junto a las balsas, chopos. A su sombra, el desagüe de la aceña se desborda en un torrente de agua cristalina y rumorosa. Cuadros de viña, de negros racimos; olivos y algarrobos e higueras.
Junto a la carretera, hostales: «Venta de las Peteneras». «Venta del Aire». Pasado San Mateo y su término, montes pelados. Montes de trágica desnudez. Rebrilla el sol en las rocas grises y rojas. Desfiladeros hondos, imponentes, de pesadilla. Caravanas de carros pesados, grandes, tirados por cinco y seis caballerías, marchan pausadamente por las cuestas pinas de los montes. Muchos descienden al llano con carga de carbón vegetal y de troncos enormes. Transportan la riqueza forestal de los bosques del Maestrazgo, devastados por la codicia de los montañeses. Otros llevan la misma dirección que nosotros. Van a la Balma. Atravesamos abismos sobre puentes de atrevida fábrica. Las caravanas de carros de toldos, tan grandes que pudieran servir de vela a un navío aumentan a medida que nos acercamos a Morella.
Hacia la montaña de los endemoniados
Hacemos un alto para impresionar unas unas placas. Mientras el fotógrafo se dispone a cumplir su misión, yo me pongo al habla con los romeros. Me acogen con algazara y bayas de la más pura estirpe rural.
Proceden los carros de diversos pueblos de Cataluña, de la ribera del Ebro. Algunos llevan 800 kilómetros recorridos. Dos Jornadas. Para cubrir el trayecto hasta Zorita del Maestrazgo, en cuyo término está situada la cueva Milagrosa, tendrán que invertir aún casi otra jornada. Las mujeres vociferan y chillan bajo los toldos. Beben los hombres vino que traen en pellejos y en botas. Corteses, me ofrecen un trago.
Vino agrillo.
—¿Llevan ustedes algún endemoniado?—pregunto a uno de los carreteros.
—Ca; vamos sólo a verlos.
—¿Y para verlos se lanzan a la fatiga de dos o tres jornadas en carro por estas montañas?
—Es muy divertido. Yo he estado ya otros años—me contesta uno de los romeros—. Vale la pena.
Responde a mis preguntas en catalán, con una efusión y una confianza que no suelen darse en los campesinos cuando hablan con personas desconocidas. Las mujeres me distinguen con su curiosidad y sus chistes. Hablan casadas y solteras con una preocupación en el empleo de las frases gráficas y aun atrevidas, realmente sorprendente.
—¡Yo tengo los demonios, señor—clama una pequeña, regordeta, cara morena de hogaza campesina, ojos negros grandes, en los que asoma el brillo inconfundible de la borrachera.
Los pellejos van de mano en mano y de boca en boca al chorro del vino. Hombres y mujeres bajan de los carros para tomar el atajo en el comienzo de las cuestas de Morella. Así irán las caballerías más descansadas.
Provocan las mujeres a sus acompañantes con un descoco que aquí, en plena Naturaleza, no extraña; antes bien, parece natural. Nosotros tampoco nos libramos de sus provocaciones. Nos prometen encontrarnos en la montaña, término del viaje, al día siguiente, por la noche. ¡Oh la inocencia de las sencillas gentes campesinas!
Se pone en marcha la caravana de carros. Mujeres y hombres, a excepción de los que guían los vehículos, triscan por el camino del atajo. Retozan, se atropellan, saltan…
Una endemoniada en el camino
Otra vez en marcha. Más caravanas de carros. Hemos contado quinientos. Carros catalanes, de la comarca de Tortosa, de los pueblos de la desembocadura del Ebro, del Bajo Maestrazgo, de la Plana.
La ciudad de Morella, navío enorme aprisionado entre los hinchados lomos de la tempestad petrificada de montañas, aparece en el arco del horizonte. Ciudad de aguafuerte bajo las nubes barrocas de la tarde. Hemos recorrido 150 kilómetros. Cuarenta más, y término del viaje.
El cauce del río es un fondo abismal de quebraduras inmensas. Ahora, con las últimas luces de la tarde, adquieren estos roquedales y simas y estas montañas de obscuros bosques de pinos más prestigio de estampa de Gustavo Doré. ¿No hemos visto todo esto en una de aquellas ilustraciones de la «Divina Comedia», en las que el genial dibujante fantasmagorizaba sobre los pavorosos círculos infernales cantados por el Dante?
Supera la visión de esta realidad, maravillosa, sin embargo, a todas las fantasías.
Cerca de los pequeños pueblos que ahora traspasa el automóvil en su marcha, la silueta negra del cura, los tricornios de la Guardia civil junto a los cruceros góticos labrados en piedra caliza.
Un alto para limpiar una bujía del motor. Avanza un campesino, alto y flaco, la azada al hombro, hacia nosotros.
—¿Han pasado muchos endemoniados?—le pregunto.
—Delante de aquellos carros va una endemoniada.
Y señala con la mano dos carros que andan traqueteando, lejos, pausadamente. Pronto les damos alcance.
Los vehículos llevan la tablilla de la matrícula de Iberzos (Castellón). Van llenos de gente. Delante de las mulas, cuyo ritmo de marcha marca un pequeño burro, que va de puntero, anda una mujer con los pies descalzos sangrientos. ¿Una mujer? Una moza negra, que aúlla roncamente, que se queja y blasfema, que reza en voz alta y torna a blasfemar. Se para y sigue la caminata con las plantas de los pies en carne viva. Su cara redonda, sudorosa, sucia de polvo, está encuadrada por un pañuelo negro. Rechina los dientes. Bizca la mirada. Brama, brama como una vaca herida. Esta es la primera endemoniada que vemos. No sabemos si sentir indignación o piedad. ¡Y esta gente de los carros, que la sigue en silencio y que permite que la infeliz mujer siga vociferando y caminando sobre las llagas de sus pies ensangrentados, entregada al delirio trágico de su locura.
—Viene—me dice uno de los acompañantes— a pie desde los Iberzos, de donde ella es (130 kilómetros). Dice que está endemoniada. ¡Ya se verá! Si no se cura en la Balma, es que está loca.
Este es su marido.
El marido es un hombre pequeñito. Me mira con unos ojos chicos de ratón asustado.
—¿Hace mucho tiempo que está endemoniada su mujer?
—¡Qué sé yo! De tres años a esta parte empezó a hacer desatinos. Ella está empeñada en que «le dieron» los demonios las brujas de una masía de Villafamés. Son una madre y dos hijas. ¡El mal que llevan hecho esas grandísimas!...
Y amenaza con el puño cerrado a las ausentes sacerdotisas del brujerío.
—¿Y usted cree que realmente está endemoniada?
—Eso dicen. Algo habrá...
Los carros se han parado un momento.
La endemoniada, roncamente:
—¡Agua!... ¡Agua!
El marido desciende del varal donde está sentado, con un vaso de zinc en la mano. Bebe la desdichada mujer. Hipa. Y toma a vociferar su alucinante salmodia con voz desgarradora:
—¡Lladrones, lladrones, que mi an endemoniat! ¡A mí y al meu fill!; Pobra de mi! ¡Cúrenme, mare de Deu!
De los barrancos suben las sombras de la noche. Decidimos esperar a la endemoniada al final de la peregrinación. No puedo resistir un momento más el timbre de su voz desgarrada, el espectáculo de sus pies llagados y el de la supersticiosa incultura y crueldad de estas gentes que le acompañan.
Hogueras en la montaña sagrada
Zorita del Maestrazgo, sobre un montículo a la orilla del cauce pedregoso del río Bergantes. A tres kilómetros la montaña de Balma, lugar de la información que voy a reseñar. Tiembla la última claridad de la tarde sobre los siete salientes de roca que coronan el monte, cortado en la vertiente del río, como a pico, hasta el lecho, donde braman las aguas turbulentas de los recientes aluviones.
La ingente mole de piedra caliza, vestida de sombríos pinos y salinas, tiene unos 2.000 metros de ancha y una altura sobre el nivel del Bergantes de 700 metros.
Rocas ciclópeas forman hondas espeluncas y agujeros en la montaña. Uno de éstos es la cueva milagrosa a la que concurren los endemoniados para librarse de las maléficas influencias diabólicas. ¿Pero no andan ya sueltos los demonios por la enorme montaña? Apenas cerrado el crepúsculo, la montaña se ha poblado de luces y hogueras. Hogueras de llamas altas que tiemblan, se elevan, se abaten. Misteriosos signos del fuego en la noche.
Más de 6.000 personas, procedentes de los más apartados pueblos, acampan en la vertiente, en cuevas, bajo los toldos de los carros, junto a los caminos, en los bosques cercanos, esperando presenciar el prodigio de la liberación de los poseídos.
—Mañana, esta multitud se triplicará—me dicen—. Porque los prodigios comienzan precisamente mañana...
Esto no fue más que el comienzo de la larga secuencia supersticiosa.
—Sí; hay demonios —me decían—. Y endemoniados. Todos los hemos visto en la Balma, adonde van para librarse los poseídos.
Ahora voy a comprobar la existencia de estos endemoniados. Han pasado años desde la noche aquella en que una mujer los evocó durante las horas lentas de una velada de otoño que parecía de cuento de invierno.
Hace unos días recibí en Madrid noticias dignas de toda mi fe, en las que me comunicaban la existencia de «poseídos» por los demonios. Se congregan estos desdichados para expulsar de sus pecadores cuerpos a los malignos espíritus en una cueva milagrosa situada en una ingente montaña de la estribación de Sierra Palomita, en el confín de Aragón, Cataluña y Valencia.
Más de diez mil personas se reúnen todos los años, durante los días 6, 7 y 8 de Septiembre, para ayudar a los endemoniados en la liberación de las diabólicas influencias que les atormentan.
A la altura de Játiba nos sorprende el amanecer. Huertos floridos. Pueblos rodeados de jardines. Al fondo, el telón azul del mar. Valencia.
Camino de la Sierra.
Noche en Castellón. A la amanecida emprendemos el viaje hacia tierras del Maestrazgo. Aún no se han disipado en la costa las sutiles neblinas mañaneras. Jirones del sueño de encantamiento de los nocturnos levantinos. La carretera que conduce a los pueblos de la serranía, surcada de profundos relejes, discurre, antes de que comience a reptar por las faldas de las primeras montañas, por la verdegueante llanura de la Plana, entre huertos de naranjos y limoneros. Colinas y alcores verdes, recién lavados por la lluvia. Primeras cuestas. El motor del automóvil que ocupamos el fotógrafo y yo rezonga angustiosamente. Su tableteo monótono resuena en la profunda barrancada que bordea el camino como un trueno prolongado.
Tras un monte con el color rosado de las estratificaciones volcánicas, manchado de verdes pinos y chaparros palmones, ha desaparecido la visión encantadora de la azul ensenada que el azul del mar forma en la costa de Benicasim, entre los brazos pétreos del puerto de Castellón y el cabo de Oropesa. Borriol. Su castillo se destaca en el vórtice de una montaña de roca viva que parece un gigantesco dolmen colocado por los titanes junto al caserío blanco. El oleaje de montañas crece. El camino zigzaguea por las vertientes verdes de pinares y de húmedos musgos. Entra el verdor, rocas enormes, de caprichosas formas, color de plata. Pasadas las cuestas de la Puebla, entramos en la llanura de Cabanes. La carretera traspasa el llano, poblado de olivos centenarios de troncos negros y retorcidos y frondas plateadas, como una espada. No lejos, y paralela al camino que seguimos, avanza una antigua calzada. Sobre la calzada, un arco monumental recuerda viejas gestas de las cohortes romanas. Estamos en pleno Maestrazgo, antigua demarcación integrada por pueblos de la parte alta y montañosa de la provincia de Castellón, feudo, durante los primeros siglos que siguieron a la Reconquista, de los maestros de las Órdenes militares de Montesa y Calatrava.
La llanura está rodeada por una cadena de montañas. El monte de Peñagolosa se recorta en el cielo azul. Sierra Engarcerán, con las obscuras manchas de los encinares. Caseríos blancos entre las rocas. El valle se estrecha al llegar a Cuevas da Vinromá, hasta convertirse en cañada. Un río y molinos en las márgenes. Junto a las balsas, chopos. A su sombra, el desagüe de la aceña se desborda en un torrente de agua cristalina y rumorosa. Cuadros de viña, de negros racimos; olivos y algarrobos e higueras.
Junto a la carretera, hostales: «Venta de las Peteneras». «Venta del Aire». Pasado San Mateo y su término, montes pelados. Montes de trágica desnudez. Rebrilla el sol en las rocas grises y rojas. Desfiladeros hondos, imponentes, de pesadilla. Caravanas de carros pesados, grandes, tirados por cinco y seis caballerías, marchan pausadamente por las cuestas pinas de los montes. Muchos descienden al llano con carga de carbón vegetal y de troncos enormes. Transportan la riqueza forestal de los bosques del Maestrazgo, devastados por la codicia de los montañeses. Otros llevan la misma dirección que nosotros. Van a la Balma. Atravesamos abismos sobre puentes de atrevida fábrica. Las caravanas de carros de toldos, tan grandes que pudieran servir de vela a un navío aumentan a medida que nos acercamos a Morella.
Hacia la montaña de los endemoniados
Hacemos un alto para impresionar unas unas placas. Mientras el fotógrafo se dispone a cumplir su misión, yo me pongo al habla con los romeros. Me acogen con algazara y bayas de la más pura estirpe rural.
Proceden los carros de diversos pueblos de Cataluña, de la ribera del Ebro. Algunos llevan 800 kilómetros recorridos. Dos Jornadas. Para cubrir el trayecto hasta Zorita del Maestrazgo, en cuyo término está situada la cueva Milagrosa, tendrán que invertir aún casi otra jornada. Las mujeres vociferan y chillan bajo los toldos. Beben los hombres vino que traen en pellejos y en botas. Corteses, me ofrecen un trago.
Vino agrillo.
—¿Llevan ustedes algún endemoniado?—pregunto a uno de los carreteros.
—Ca; vamos sólo a verlos.
—¿Y para verlos se lanzan a la fatiga de dos o tres jornadas en carro por estas montañas?
—Es muy divertido. Yo he estado ya otros años—me contesta uno de los romeros—. Vale la pena.
Responde a mis preguntas en catalán, con una efusión y una confianza que no suelen darse en los campesinos cuando hablan con personas desconocidas. Las mujeres me distinguen con su curiosidad y sus chistes. Hablan casadas y solteras con una preocupación en el empleo de las frases gráficas y aun atrevidas, realmente sorprendente.
—¡Yo tengo los demonios, señor—clama una pequeña, regordeta, cara morena de hogaza campesina, ojos negros grandes, en los que asoma el brillo inconfundible de la borrachera.
Los pellejos van de mano en mano y de boca en boca al chorro del vino. Hombres y mujeres bajan de los carros para tomar el atajo en el comienzo de las cuestas de Morella. Así irán las caballerías más descansadas.
Provocan las mujeres a sus acompañantes con un descoco que aquí, en plena Naturaleza, no extraña; antes bien, parece natural. Nosotros tampoco nos libramos de sus provocaciones. Nos prometen encontrarnos en la montaña, término del viaje, al día siguiente, por la noche. ¡Oh la inocencia de las sencillas gentes campesinas!
Se pone en marcha la caravana de carros. Mujeres y hombres, a excepción de los que guían los vehículos, triscan por el camino del atajo. Retozan, se atropellan, saltan…
Una endemoniada en el camino
Otra vez en marcha. Más caravanas de carros. Hemos contado quinientos. Carros catalanes, de la comarca de Tortosa, de los pueblos de la desembocadura del Ebro, del Bajo Maestrazgo, de la Plana.
La ciudad de Morella, navío enorme aprisionado entre los hinchados lomos de la tempestad petrificada de montañas, aparece en el arco del horizonte. Ciudad de aguafuerte bajo las nubes barrocas de la tarde. Hemos recorrido 150 kilómetros. Cuarenta más, y término del viaje.
El cauce del río es un fondo abismal de quebraduras inmensas. Ahora, con las últimas luces de la tarde, adquieren estos roquedales y simas y estas montañas de obscuros bosques de pinos más prestigio de estampa de Gustavo Doré. ¿No hemos visto todo esto en una de aquellas ilustraciones de la «Divina Comedia», en las que el genial dibujante fantasmagorizaba sobre los pavorosos círculos infernales cantados por el Dante?
Supera la visión de esta realidad, maravillosa, sin embargo, a todas las fantasías.
Cerca de los pequeños pueblos que ahora traspasa el automóvil en su marcha, la silueta negra del cura, los tricornios de la Guardia civil junto a los cruceros góticos labrados en piedra caliza.
Un alto para limpiar una bujía del motor. Avanza un campesino, alto y flaco, la azada al hombro, hacia nosotros.
—¿Han pasado muchos endemoniados?—le pregunto.
—Delante de aquellos carros va una endemoniada.
Y señala con la mano dos carros que andan traqueteando, lejos, pausadamente. Pronto les damos alcance.
Los vehículos llevan la tablilla de la matrícula de Iberzos (Castellón). Van llenos de gente. Delante de las mulas, cuyo ritmo de marcha marca un pequeño burro, que va de puntero, anda una mujer con los pies descalzos sangrientos. ¿Una mujer? Una moza negra, que aúlla roncamente, que se queja y blasfema, que reza en voz alta y torna a blasfemar. Se para y sigue la caminata con las plantas de los pies en carne viva. Su cara redonda, sudorosa, sucia de polvo, está encuadrada por un pañuelo negro. Rechina los dientes. Bizca la mirada. Brama, brama como una vaca herida. Esta es la primera endemoniada que vemos. No sabemos si sentir indignación o piedad. ¡Y esta gente de los carros, que la sigue en silencio y que permite que la infeliz mujer siga vociferando y caminando sobre las llagas de sus pies ensangrentados, entregada al delirio trágico de su locura.
—Viene—me dice uno de los acompañantes— a pie desde los Iberzos, de donde ella es (130 kilómetros). Dice que está endemoniada. ¡Ya se verá! Si no se cura en la Balma, es que está loca.
Este es su marido.
El marido es un hombre pequeñito. Me mira con unos ojos chicos de ratón asustado.
—¿Hace mucho tiempo que está endemoniada su mujer?
—¡Qué sé yo! De tres años a esta parte empezó a hacer desatinos. Ella está empeñada en que «le dieron» los demonios las brujas de una masía de Villafamés. Son una madre y dos hijas. ¡El mal que llevan hecho esas grandísimas!...
Y amenaza con el puño cerrado a las ausentes sacerdotisas del brujerío.
—¿Y usted cree que realmente está endemoniada?
—Eso dicen. Algo habrá...
Los carros se han parado un momento.
La endemoniada, roncamente:
—¡Agua!... ¡Agua!
El marido desciende del varal donde está sentado, con un vaso de zinc en la mano. Bebe la desdichada mujer. Hipa. Y toma a vociferar su alucinante salmodia con voz desgarradora:
—¡Lladrones, lladrones, que mi an endemoniat! ¡A mí y al meu fill!; Pobra de mi! ¡Cúrenme, mare de Deu!
De los barrancos suben las sombras de la noche. Decidimos esperar a la endemoniada al final de la peregrinación. No puedo resistir un momento más el timbre de su voz desgarrada, el espectáculo de sus pies llagados y el de la supersticiosa incultura y crueldad de estas gentes que le acompañan.
Hogueras en la montaña sagrada
Zorita del Maestrazgo, sobre un montículo a la orilla del cauce pedregoso del río Bergantes. A tres kilómetros la montaña de Balma, lugar de la información que voy a reseñar. Tiembla la última claridad de la tarde sobre los siete salientes de roca que coronan el monte, cortado en la vertiente del río, como a pico, hasta el lecho, donde braman las aguas turbulentas de los recientes aluviones.
La ingente mole de piedra caliza, vestida de sombríos pinos y salinas, tiene unos 2.000 metros de ancha y una altura sobre el nivel del Bergantes de 700 metros.
Rocas ciclópeas forman hondas espeluncas y agujeros en la montaña. Uno de éstos es la cueva milagrosa a la que concurren los endemoniados para librarse de las maléficas influencias diabólicas. ¿Pero no andan ya sueltos los demonios por la enorme montaña? Apenas cerrado el crepúsculo, la montaña se ha poblado de luces y hogueras. Hogueras de llamas altas que tiemblan, se elevan, se abaten. Misteriosos signos del fuego en la noche.
Más de 6.000 personas, procedentes de los más apartados pueblos, acampan en la vertiente, en cuevas, bajo los toldos de los carros, junto a los caminos, en los bosques cercanos, esperando presenciar el prodigio de la liberación de los poseídos.
—Mañana, esta multitud se triplicará—me dicen—. Porque los prodigios comienzan precisamente mañana...
¿Qué esto? ¿Endemoniados en Castellón?
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