Tres días con los endemoniados, de Alardo Prats y Beltrán, 1929. (7/7)

TRES DÍAS CON LOS ENDEMONIADOS 7/7
Alardo Prats, 1929
Edición El Inquilino Guionista, 2021

Danza del fuego

En la ingente mole negra de la montaña, hogueras. Primero —rojas interrogaciones misteriosas— han aparecido bordadas en las densas tinieblas de la noche septembrina unas llamas aisladas, cuyas finas lenguas se abaten al soplo del aire serrano; tiemblan y vacilan, reptan como serpientes en la obscuridad y suben hacia el cielo rectas, empenachadas de humo y de las luciérnagas fugitivas de las chispas. Momentos después las hogueras se han multiplicado. Fuego en el monte. Arde la vertiente en llamas poderosas, crepitantes, gigantescas. Los bosques de pinos y sabinas se pueblan de rojos resplandores temblorosos. En los calveros acampa, al calor del fuego, la multitud. Desde el cauce del río a la cúspide del monte, llamas. Y en torno a las llamas, gente que canta, come y bebe. En los degolladeros de tijera, ahora han reemplazado a las reses cueros enormes de vino. Vino de un rojo obscuro que mana a chorro sobre vasos, pucheros y jarras. La multitud come y se abreva en el zumo color rubí que guardan las corambres. Forma grandes círculos alrededor de las hogueras, en donde se consumen verdes retamas y tomillos y jaras junto a los carros, entre las caballerías, cuyos grandes ojos también tienen un vivo reflejo de llamas. ¡Ojos monstruosos de yegua en parto! De las cuevas y oquedades de la roca, resplandores de fuego dan la impresión de que las llamas salen del interior de la montaña del Diablo, coronada por un radiante halo de incendio. ¡Magnífica estampa del infierno, tal como lo concibe la supersticiosa imaginación popular!

Hombres y mujeres se agitan entre las hogueras en zarabanda de alucinación. Los mochuelos que habitan en los roquedales trazan sus vuelos pardos en la noche por encima de las llamas, en su fuga hacia las montañas próximas.

Rasgan la greguería estrepitosa, que conmueve hasta los más lejanos rincones del monte, las primeras jotas «de indirectas». Las canciones rebotan en los confines de los ecos más allá del río pedregoso, cuya ruidosa corriente refleja el temblor de las llamas, que danzan y danzan bajo el misterio de la noche, constelada de luceros.

La venganza de los demonios

—Parece que todos los demonios de los ejércitos infernales se han desatado en la montaña, convertida en infierno —oigo decir—, y que se están vengando de los exorcismos y malos tratos que han recibido durante todo el día.

Eso parece. Y a medida que avanza la noche, los demonios, sin duda, han ido desatando este torbellino de locura en que nos encontramos aprisionados. En el escenario de pesadilla que forman las montañas, parece que hasta las piedras y roquedales han cobrado una vida insospechada y misteriosa. No hay un rincón en donde no tiemble un grito, una copla o una música.

Las voces del deseo

Se cruzan y entrecruzan en el aire de la noche canciones y más canciones. En su mayoría están animadas por un loable espíritu de aproximación interregional valencianoaragonesa.

Con las coplas vuelan relinchos de caballerías, de una expresión y un acento casi humanos, y alaridos humanos que parecen relinchos de caballerías. ¡Estos alaridos, largos como buidos cuchillos, se clavan en las carnes de las mujeres! ¡Aceros penetrantes del deseo! A su ataque responden ellas con otros alaridos, finos unos, proferidos otros con voces roncas de borrachera, trémulas, turbadoras.

—En esta noche —me dice don Joaquín Ossed —las mujeres encarnan verdaderamente al diablo. ¡Ellas mandan! El mayor milagro de la Balma es que no caiga del cielo una lluvia de fuego. Y estas gentes en sus pueblos son la moralidad personificada. Pero aquí… ¡Andeles con la moral!

El aquelarre

—¿Moral? Ya ha comenzado el aquelarre.

En los soportales, en el zaguán de la hostería en la calzada y en las cuevas, bailes al resplandor de las hogueras. Vibrar de guitarras. Acordeones que gimen viejas polcas y mazurcas. Hasta la marcha real bailan estos danzarines, infatigables y sudorosos.

—La música es lo de menos; el caso es bailar el «agarrao», «valsar», «valsar».

En casi todos los pueblos de donde provienen los romeros el «valsar» está aún considerado como un terrible pecado mortal, sobre el que llueven continuamente las maldiciones de la clerecía. Allí bailan la jota con una gracia y una ligereza en los pies que parece que pisan rosas en vez del suelo. Pero aquí se baila el «agarrao» hasta el desfallecimiento.

En rueda bailan y cantan hombres y mujeres alrededor de las hogueras. Hora tras hora, hasta la madrugada. Hasta que las llamas comienzan a languidecer y las músicas a callar. Entonces la montaña sagrada se puebla de confidencias a media voz, de risas, de suspiros. Rumores de vida entre los tojos y en las cuevas, en bosques y en caminos. Relinchan las caballerías en la noche profunda. Al pie de la vertiente el fragor del río arrulla los idilios hasta el amanecer.

«¡El demonio en persona!»

La campana de los endemoniados torna a cantar en el santuario. En la montaña —finos briales, tejidos por la noche a la luz de la celestia—, las neblinas de la amanecida. Se abre la cueva sagrada. Hasta las ocho se permite la entrada a los endemoniados.

—Todos los posesos que han venido este año —me dice el sacristán— han desfilado ya por la cueva. Por otra parte, el día de ayer es el más señalado para la realización de los prodigios. En el día de hoy —8 de Septiembre— no suelen curarse. Además, a partir de las nueve, está prohibido que entren los endemoniados.

Dentro de una hora llegará la procesión de Zorita. La multitud espera la llegada de la religiosa comitiva. Se ha estacionado ante un crucero situado a un kilómetro de la cueva. Más de doce mil personas se apretujan en las rocas de la vertiente de la montaña, acuciadas por impaciente curiosidad.

—Ahora sale el demonio —oigo decir—. ¡El demonio en persona!

Gritos sobre un rumor de gigante colmena, mientras la gente se consume en la espera de la aparición del príncipe de las tinieblas.
Estampa ingenua

De Zorita a la Balma —tres kilómetros— viene la procesión, precedida de danzarines, caballitos y músicas. Entre la campana de la ermita y el coro de las que cantan en la torre de la iglesia parroquial del pueblo, se ha entablado un diálogo de voces de bronce. En el camino, la estampa ingenua de la procesión pueblerina, con sus gigantes banderas de damasco, de diferentes colores —verdes, rojas, moradas, amarillas—, que ondean al viento.

Unos pequeños monstruos trotan delante del cortejo. Se internan en los bancales, tornan a formar en la comitiva, correteando como caballos. Monstruosos caballos de cartón, en cuyo tronco va empotrado un jovenzuelo tocado con turbante de vistosos colorines, de tal suerte, que el jinete le presta al caballo sus pies ligeros para trotar y galopar. La ingenua mixtificación está cubierta por una tela rameada, que desciende del vientre del potro hasta a ras del suelo.

Peanas con santos tallados en madera, de enormes cabezotas y pies tremendos, policromados a la buena de Dios. Una imagen de la Virgen de la Balma, cubierta de joyas barrocas trabajadas en oro de pelucona, abrumada de estofas suntuarias, manto bordado en oro y corona enorme. Bufan los clérigos de la revestida, sudorosos bajo la pesadez suntuaria de capa y dalmáticas, y el honorable Concejo de Zurita se queja del calor.

Campesinos ataviados con largos roquetes llevan hachas encendidas en honor de las imágenes. Hila la gaita moruna un complicado motivo, sobre un fondo de redoblante, y a su son bailan incesantemente, desde la salida de la iglesia del pueblo, las «danzas de los labradores» y de los «gitanitos».

Durante todo el camino tejen sus danzas. El sol dorado de la mañana clara ilumina esta estampa magnífica de los danzarines. Las labradoras, ataviadas con pomposas faldas de aquella vieja seda valenciana, rameada y florida, del siglo XVIII —tela de casulla, que en ornamentos de iglesia, mantos de imágenes y faldas de mujer no pudo encontrar mejor destino—, mantones de primorosos e insignes bordados, danzan, danzan primorosamente, en giros complicados, en torno a un joven pastor, que sigue la danza vestido de zaragüelles y corta chaquetilla negra. Mochila en bandolera y añoso sombrero, del que pende un largo lazo.

¡Y estos «gitanillos y gitanillas»! Difícilmente podrá encontrarse en una danza un encanto tan sugestivo, en su deliciosa ingenuidad, como el que nos ofrecen con sus gallardos movimientos estos adolescentes, vestidos con faldellines de seda, y estas muchachas, cuyas faldas y pañolones son un alarde de suntuosidad decorativa.

Rebullir de faldas y enaguas crujientes en las danzas, tan puras y limpias como las medias y las alpargatas blancas de las danzarinas que las ejecutan.

¡Ágiles danzarines! Incansables. El pueblo marcha jubiloso a la montaña de los prodigios. Conmemora el hallazgo de la imagen milagrosa con danzas y luces de fiesta.
El demonio y el ángel

Mas he aquí que la comitiva hace alto al llegar al crucero. Un grito desgarrador, imponente, tiembla en las gargantas de las doce mil personas estacionadas ante la cruz y resuena en las hondonadas. ¿Clamor enorme de la montaña en parto? El demonio en persona ha surgido de las duras entrañas de las rocas. Su figura gigante se destaca sobre un roquedal, recortada en el abismo. Truenos formidables, llamaradas inmensas han acompañado la aparición súbita del diablo. Truenos y estampidos que retumban, con fragor de tempestad, hasta los más remotos confines de los abismos. Corona su cabeza con un casco que reproduce los salientes y roquedales del monte sagrado. Su atavío guerrero está pintado de horrorosos monstruos. Sapos y culebras, lagartos y salamandras penden de sus negros brazos y trepan por su cota. Una enorme serpiente vomita fuego a la altura del pecho del rey tenebroso del Averno. 

¿Cómo es posible que la fantasía popular haya podido concebir un dechado artístico de tan extraordinaria monstruosidad? En la siniestra mano lleva un escudo, con armas de muerte en la rodela, y blande con la diestra un gigante cohete, surtidor de fuego infernal. 

El diablo comienza su loa en romance: «¿Dónde vas, pueblo insensato?» Nuevos truenos ensordecedores; llamaradas y el humo lo envuelven. El «pueblo insensato», excitado por el humo de la pólvora que un campesino arroja a puñados sobre un brasero encendido continuamente, acoge el primer verso del diablo con una rechifla de veinticuatro mil gritos. Pero el diablo, enfurecido, presa de su infernal cólera, no cesa en sus insultos. Promete la felicidad en la tierra a cuantos le sigan. Canta a la vida y al placer en muy malos versos. Maldice a la Virgen, en la cual supone que el pueblo ha depositado sus «insensatas» devociones y esperanzas. Dardos emponzoñados lanza contra el cielo y sus habitantes por su boca. ¡Grandeza magnífica la de este representante del espíritu del mal en su sublime rebeldía!

Pregunta a la multitud si piensa seguir el camino hacia la cueva milagrosa. Y otra vez el grito de las doce mil bocas conmueve los aires.
—¡¡Sí!!—contesta.
—¿No queréis venir conmigo?
— ¡No! ¡No!

Satán invoca a las furias infernales, a las salamandras, a los dragones, a las serpientes, a los demonios todos de los ejércitos del mal para que aniquilen a la insensata multitud. Se retuerce y vocifera. Torna a blasfemar de manera harto casuística y hasta teológica sin palabras gruesas. Hasta que, presa de un ataque de furor, cae sobre la roca retorciéndose. Como caído del cielo sobre el espíritu de la «mala ventura» desciende un ángel rubio, un infante con alba túnica de transfiguración en el monte Tabor con coraza dorada. Empuña una espada, con la cual acaba con el demonio, no sin antes colocarle el diminuto pie, calzado con ferradas sandalias, en la testa para quebrantarla.

El triunfo del celeste emisario es acogido con muestras de inenarrable júbilo. Estallan cohetes y músicas. La procesión sigue el camino hasta la ermita. ¡Bella estampa ingenua de danzas y banderas que tremolan sus sedas de colores, de imágenes policromadas de tremendas cabezotas y pies enormes!
Fin del drama

¡Así termina el drama monstruoso que hemos vivido estos días! La procesión llega a la cueva. Antes, el reverendo clero y las autoridades, en el zaguán de la hostería, han refrescado los sedientos gaznates con unas copas de vino moscatel, mientras los santos desaparecen por el túnel que conduce a la ermita. Los clérigos, provistos de hisopo y agua recién bendecida, exorcizan después el templo hasta los más obscuros rincones. Acaban con cuantos diablos se han rezagado en su fuga.

La montaña se queda casi sola. En un cuarto de hora, aquella multitud que la llenaba ha desaparecido. La fiesta es ahora para el vecindario de Zorita. Caravanas de carros hasta el horizonte se alejan pausadamente. En los senderos de las montañas hormiguean las recuas de caballerías y los campesinos que se van. Todos llevan piedras en las manos.

—Acecha el demonio, vencido, entre los pasos y los bosques, al borde de los barrancos, para hacer presa de sus tormentos a los liberados —me dicen.

Por eso llevan piedras, que van tirando a los barrancos para ahuyentar a los «peores» enemigos. En el fondo de los barrancos se elevan montones enormes de piedras. Piedras que han arrojado los romeros siglo tras siglo contra los demonios, que por allí andan encolerizados después de la derrota.

Se van los romeros. Cada uno a los demonios de la incultura y la superstición que esclaviza sus espíritus, ha añadido uno nuevo, el del fanatismo, exacerbado en estas escenas de endemoniados que un periodista, en el año de gracia de 1929, acaba de narrar con absoluta objetividad, después de haber permanecido tres días en esta montaña de las pesadillas viviendo un monstruoso sueño de locura.
Zorita del Maestrazgo, Septiembre 1929.

*Hemos querido comprobar  la existencia de una arraigada superstición y de unas extrañas ceremonias que hacen de la Balma un alucinante retroceso al pasado. A tal efecto enviamos a aquellos lugares a nuestro compañero Alardo Prats y Beltrán, quién concienzuda y galanamente recogió en extensa información, que hoy termina, el espectáculo doloroso y nada edificante de endemoniados y brujas. No ha inspirado nuestro deseo un malsano afán de sensacionales reportajes, sino el anhelo nobilísimo y patriótico de exponer un mal para lograr su inmediato remedio.

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