Tres días con los endemoniados, de Alardo Prats y Beltrán, 1929. (2/7)

TRES DÍAS CON LOS ENDEMONIADOS
Alardo Prats, 1929
Edición El Inquilino Guionista, 2020


La endemoniada de Codoñera

Un amplio portal de piedra sin labrar da entrada a la hostería cercana a la cueva milagrosa. Para llegar a ésta se asciende por una escalera, empedrada de guijarros, en cuyos intersticios crece menuda hierba. Al final, un amplio zaguán, abierto a la noche y al abismo por dos arcos de esbeltas columnas. 

Tiemblan unas luces mortecinas en la estancia, por donde van y vienen los romeros. En el alto techo y en las paredes con salientes rocosos, contradanza de sombras. Hasta la puerta del zaguán ha llegado una recua de caballerías, que conduce un grupo de campesinos. Se aprestan éstos a descargar uno de los animales. Lleva puesta sobre la albarda una enjalma de palmón. 

Sobre la enjalma, una mujer envuelta en una manta negra, atada fuertemente, como un fardo, con cuerdas que le sujetan brazos y piernas: una endemoniada. Cinco campesinos intervienen en la faena. Desatan las cuerdas, que gimen al correr los nudos. El público del zaguán está transido de angustiosa expectación. La endemoniada se queja débilmente, lastimeramente. 

Blasfeman los campesinos que la acompañan con recio acento aragonés. Son de una masía del término de Codoñera (Teruel). Libran, al fin, a la caballería de la carga que la abruma. Un grupo de viejas, vestidas de negro, rodea a la infeliz mujer, que ha caído al suelo. Se llama Josefa Monterde, de treinta y tres años, casada.

—Hace seis años—me dicen—que sufre la angustia de la posesión diabólica. Numerosos médicos la han reconocido y tratado. Inútilmente. 

Josefa sigue con la angustia de su dolencia. Una de las viejas que han acudido a auxiliar a la endemoniada me dice:

—¿Qué saben los médicos de estos males? Nada. Sólo un milagro puede curarlos. 

¿Sólo un milagro? ¿Vamos a presenciarlo esta noche?
Los demonios, hidrófobos

La endemoniada, con voz de quejido pide agua. Una comadre ha ido por un vaso. Vuelve al poco rato. Ofrece a Josefa un agua turbia en un pequeño vaso de cristal. Al acercarlo a los labios hinchados de la endemoniada:

—Es agua bendita—dice—; tómela, que le hará mucho bien.

Josefa la rechaza con las manos. Mira el vaso de agua turbia con los ojos desorbitados por un extraño terror.

—¡No! ¡No!—vocifera—. No quiero beber. ¡Nunca! ¡Nunca! No me dejan beber. ¡No me dejan beber! La comadre mira al techo, como pidiendo auxilio.
—¿Pero quién no le deja beber?
—¿Quiénes van a ser? Los demonios.

La endemoniada se revuelve sobre el empedrado. Grita. Delira. Un ataque.

—¡Que le dé el agua uno de su familia!—indica una joven.
Tres de las enlutadas comadres sostienen a coro:
—¡Los de la familia, no! Es peor. ¡No saldrían los demonios
Los familiares de la enferma se alejan de ella.
—¿Por qué no la auxilian?—pregunto.
—¡Sería peor! ¡Serla peor!—me aseguran las viejas.
—Pero... ¿Por qué?
—Porque los demonios «los conocen» y no quieren salir.

Pasadizo de pesadilla

El zaguán se llena de gritos:

—¡A la Virgen! ¡Hay que llevarla a la Virgen en seguida!

Sigue revolcándose la endemoniada sobre el suelo, en pleno delirio. Ahora, como una bestia espantada por el griterío, brama, presa del terror:

—¡No me llevéis a la Virgen! ¡No quiero verla! ¡No! ¡No!

Se abalanzan sobre la enferma cuatro hombres; la levantan en vilo. Unos la sujetan por las piernas, otros por los brazos. La endemoniada prorrumpe en gritos desgarradores. Blasfema. Delante caminan dos mujeres, portadoras de velas. Un negro túnel se abre ante nosotros. Un negro túnel con salientes de rocas, abierto a pico en la caliza dura. Es una decoración de pesadilla esta entrada, y este pasadizo, de catacumba, negro, de tinieblas…

Vamos tras el grupo de la endemoniada y sus acompañantes. El túnel parece interminable. Noventa metros bajo las rocas. Al final, un tenue resplandor. Puerta de entrada a la cueva sagrada.
El poder de los malos espíritus

La enferma ha logrado librar sus pies y sus manos de las forzudas manos que los sujetaban. En el vano de la puerta ha extendido los brazos en cruz y ha logrado asirse a unos salientes de piedra. Retumban en el túnel, rasgadas ahora a trechos sus tinieblas por las llamas temblorosas de unos cirios, sus lamentos desgarradores.

Los cuatro hombres, sudorosos, con bocas de infierno, lanzan tacos rotundos y pugnan con todas sus fuerzas por lanzar a la endemoniada hacia el interior de la cueva.

-¡No la dejan entrar los demonios! —asegura una comadre—.

Cuatro hombres bien cabales no pueden con la fuerza de los «malignos». ¡Son de los peores los que tiene la pobre mujer!

—¿Pero es posible esto?—preguntamos—. ¿Es posible que esta infeliz mujer tenga una energía y una fuerza capaces de neutralizar el impulso de cuatro forzudos campesinos?

—Y no entrará, si la Virgen no se apiada de ella.

Pero la Virgen se apiada. Una comadre, que está en el interior de la cueva, sin duda inspirada por una celestial gracia, se acerca a la endemoniada y le arroja en pleno rostro un vaso de agua bendecida. La endemoniada se lleva las manos a la cara. Los cuatro hombres la empujan. Ya está la pobre mujer dentro de la cueva prodigiosa. Ella y sus demonios.

En la cueva milagrosa

Ya está dentro de la cueva milagrosa, donde la multitud espera presenciar la realización del milagro. El techo es una roca ciclópea, desnuda, negra de humo de cirios. Se comba en la dura entraña del monte, formando con el piso una gigantesca valva. El coro, sobre dos rústicas columnas de piedra. Unos altares abiertos, como hornacinas, en la peña. En el centro del recinto, prisionero dentro de una reja de hierro trabajado a martillo, brillan los reflejos dorados de un altar. En el retablo, la imagen prodigiosa que libra de la posesión demoníaca a los infelices que se creen víctimas de tan extraño mal.

Los cantos de la desesperación

El altarcito está en sombras. Fuera del recinto que guarda la reja, defensa de la imagen contra los irreverentes y destructores impulsos de los endemoniados, y de cuyas lanzas cuelga, como trofeos de batallas ganadas a los innumerables ejércitos infernales, una enorme cantidad de exvotos de cera, de ramos de flores y vestidos de niños, está el suelo erizado de cirios encendidos. Sus llamas son la única claridad en el imponente recinto. Sombras negras, densas, siniestras, se agazapan en los rincones. 

Entre las sombras, la multitud que cierra en semicírculo el menguado espacio en donde yace la endemoniada. Se desborda la gente en el coro. Y canta. Canta unos «gozos» en loor del pequeño icono cubierto de joyas, que apenas se distingue en la obscuridad que envuelve el retablo. Cantan «gozos» y rezos a coro hombres, mujeres y niños. Canturía desacorde, monótona. Se repite una y otra vez, hora tras hora, con una pesadez qué obsesiona.

La endemoniada ha permanecido un rato tranquila, en silencio, como vencida después del extenuante esfuerzo de la lucha que sostuvo en la puerta. Parecía desfallecida.

Mas, he aquí que con el comienzo de los cantos reacciona. Empieza a moverse. Abre los ojos. Los abre más aún, espantada, como si contemplase un monstruo. Tres mujeres —parecen, a la luz indecisa de los cirios, tres brujas— están junto a ella. La asisten. La limpian el sudor copioso que rueda en gotas por su frente, su mejilla y su escote.

—¿Ves a la Virgen?—le preguntan las viejas.

Un alarido de la paciente corta en seco la canturria del coro. Nos creemos angustiados por una pesadilla.

—¿Ese grito...? —inquirimos.
—Es que los demonios no quieren que se miente a la Señora.
—¡Ah! ¿Si? Pues se van a... ¡Como hay Dios! —tercia un hombre de vozarrón de trueno.

Y en seguida brama, como condensando en el grito el odio de veinte generaciones a los espíritus de las tinieblas: 

—¡Viva la Virgen de la Balma!

El alarido de doscientas personas que llenan la cueva responde.

Otra vez los «gozos». La canturria sigue después más débil. Cuando la endemoniada está en franco período de delirio, presa de vértigo de locura, se revuelca en el santo suelo; se araña la cara; los brazos voltigean en su cuerpo, como aspas de molino de viento, rasga su vestido y aparecen sus pechos sin velo; contrae las piernas y las estira y las lanza a derecha e izquierda vertiginosamente; se arrastra como un reptil.

—¡Como la cola de una lagartija recién cortada!—dice una bruja. Y es exacto. Así se revuelve… 

Así, durante tiempo y tiempo, transida de una angustia mortal, que pone congoja en el ánimo de quien lo presencia amurallado en el escepticismo.
El exorcismo de los lazos azules

Van y vienen y se afanan en torno de la endemoniada las brujas de la tenebrosa cueva. Ahora han atado a los dedos pulgares de ambas manos de la enferma unos lacitos de cinta azul.

—¡Ahora saldrán! ¡Ahora saldrán los demonios!—chillan las mujeres.

Me explican que estos lazos son el mejor exorcismo para ahuyentar a los «malignos». La endemoniada ha opuesto una resistencia tenaz al intento de las mujerucas.

Al fin, a viva fuerza le han colocado los lazos. Y gritan:

—¡Que le salgan por las manos!
—¡Por los pies!

Y se alza la voz piadosa de una vieja:

—¡Por los ojos, no! ¡Que se quedará ciega!

La infeliz endemoniada trata de quitarse los lazos del exorcismo frotándose las manos hasta despellejárselas, hasta que en ellas brota la sangre.

Doscientas personas, quizás más, arrecian en sus invocaciones:

—¡Que le salgan por las manos! ¡Por las manos!

Y no se apiadan ante la visión impresionante de la sangre que brota en las manos rústicas de la endemoniada.

Y braman, como borrachos de una criminal sensualidad:

—¡Sangre ! ¡Con la sangre saldrán!

Todos los ojos están fijos en los lacitos de los pulgares, que de azules se han convertido en rojos, empapados de sangre.

Las sarmentosas manos de una bruja...

Dos horas en la cueva ante estas escenas de pesadilla. ¿Cuándo va a llegar el momento de la liberación para esta desdichada?

Los «demonios» no abandonan su presa.

—Hay que darle agua bendecida y tierra sagrada.

Una comadre, sibila de este rito de locura, se dirige a la pila de agua bendita que hay a la entrada de la cueva, donde han metido la mano toda esta gente sucia y maloliente. En ella llena un vaso de zinc. Del piso de la cueva recoge un puñadito de polvo con sus manos huesudas y sarmentosas, y agita con un dedo el agua para diluir en ella la «tierra sagrada».

Y acerca a los secos labios de la pobre enferma la sucia mixtura. Bebe ella. Tose, y otra vez a gritar, a restregarse las manos sangrientas, mientras sus pupilas, dilatadas por la fiebre, buscan en vano otras manos más blancas, más blandas, más amorosas, que sepan de caricias.

¡Canten los "gozos'!

El coro habla hecho una pausa. Torna a cantar. Ahora las voces suenan roncas, cascadas, fatigadas. Junto a la poseída y las comadres que la asisten, presencio las extrañas manipulaciones de las auxiliadoras.

—¿Por qué no la dejan en paz? ~pregunto.
—Para que los demonios no puedan parar en el cuerpo y salgan.

¡Oh estas perversas manos, largas, arrugadas —haz de sarmientos—; estas malditas manos de bruja, tienen una diabólica sabiduría!

Al fin. la endemoniada yace en un espasmo que no sabemos al calificar de arrobo celestial, de dolor o de locura. Ha logrado deshacerse de uno de los lacitos del exorcismo.

—¡Ya ha salido un demonio! —clama triunfal, una voz.
—Está mejor ya—diagnostica la bruja—. Mañana será para ella día de gracia.
—¿Ves a la Virgen?—pregunta otra mujer.
—Sí—contesta la sin ventura.
La gente comienza a salir de la cueva. Ha visto el prodigio de cerca. Hombres y mujeres desaparecen por la boca del túnel, como tragados por un abismo negro, negro, negro. A la puerta de la cueva esperan los familiares de la endemoniada. El marido es un campesino de cuerpo desmedrado. Ojos brillantes de fiebre. Pálido. Despreciable.

—Está siempre enfermo —me dice un hermano que le acompaña.

Josefa Monterde sale de la cueva entre las viejas que la recibieron a su llegada. A pesar de las duras pruebas por las que acaba de pasar, ofrece al lado de su marido, enfermo y pálido, una impresión de mujer llena de salud y de vida.

Las brujas entregan al marido su mujer.

—Ha mejorado mucho—le aseguran—. Mañana, de fijo, entrará en gracia.

En gracia de Dios, libre ya de las influencias infernales. Indago quiénes son estas mujeres viejas.

—¿Son familia de la enferma?

—No: son “interesadas", son «las caspolinas».

Se alejan juntas, agrupadas. El viento agita sus negras vestiduras. Impresionante bandada de cuervos que se pierde en la noche...

Zorita del Maestrazgo, septiembre de 1929,
(Continuará.)

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Tres días con los endemoniados, de Alardo Prats y Beltrán, 1929. (7/7)

Tres días con los endemoniados, de Alardo Prats y Beltrán, 1929. (1/7)

Tres días con los endemoniados, de Alardo Prats y Beltrán, 1929. (6/7)