Tres días con los endemoniados, de Alardo Prats y Beltrán, 1929. (3/7)
TRES DÍAS CON LOS ENDEMONIADOS
Alardo Prats, 1929
Edición El Inquilino Guionista, 2020
El pueblo escéptico y aprovechado
Pueblo de Zorita. En la noche. Callejones retorcidos, en cuesta. Calles escalonadas, con el piso de gruesos guijos relucientes, afilados por el paso de las generaciones de nueve siglos. Trescientos vecinos se cobijan en estas casas, que escalan el montículo que les sirve de base, formando un laberinto de callejas de un encantador carácter medieval. El viejo reloj de la torre de la Iglesia —un torreón con aspecto de baluarte castrense— parece haberse librado del sincronismo tiránico del meridiano general. Las horas parecen interminables. Caen los lamentos de la campana, lentos, en la noche. Sobre las callejas pinas pesa el misterio del nocturno rural.
Nos perdemos en el laberinto. Nos acompañan el cabo de la Guardia civil, comandante del puesto de Zorita, D. José Pitarch; el médico D. Enrique Boldó Gil y el secretario del Ayuntamiento, D. Enrique Morelló.
—Todos estos pueblos de la cuenca del Bergantes no creen en los demonios ni en la milagrería de la Balma —me dicen—. Casi todos los endemoniados que llegan a la cueva son gentes de pueblos lejanos, del Bajo Aragón, de Zaragoza, de Huesca, de las provincias catalanas, de las llanuras de Castellón y Valencia.
El médico añade:
—En su mayoría, los endemoniados son enfermos de locura, paranoicos, obsesionados de erotismo, que durante estos días convierten la montaña en un manicomio suelto por donde andan en libertad los locos. Un manicomio de locos y fanáticos. Cada uno de los endemoniados, eso sí, es un caso clínico por demás interesante. Las doce mil o quince mil personas que se congregan en el monte sagrado, procedentes de los puntos más lejanos, reviven estas noches, en toda su monstruosidad y delirio saturnal, los ritos de los aquelarres medievales. Los endemoniados y la cueva son únicamente un pretexto para cubrir, digámoslo así, las buenas formas.
Y tercia el secretario:
—No vaya a creer que el pueblo se beneficia con este espectáculo, que viene reproduciéndose, años tras año, desde el siglo XIII, en que, con la aparición de la Virgen a un pastor, comenzó la concurrencia de los endemoniados a la cueva y comenzaron los prodigios. Este es un asunto de fe, contra el cual no se puede ir. Varios obispos de la sede de Tortosa han intentado acabar con tales abusos desde lejanos tiempos. Pero la superstición se ha impuesto. Y los obispos han dejado las cosas como estaban, como están. Durante el pasado siglo quiso acabar a todo trance con tanta superstición un prelado. Pero un día se vio sorprendido en su propio palacio por la visita del alcalde de Aguaviva (Teruel) y de una numerosa Comisión de vecinos del mismo pueblo, que le disuadieron, con amenazas de muerte y otros procedimientos no menos expeditivos, de su idea. Desde entonces las cosas siguen como usted acaba de conocerlas.
La Balma —que así se llama en valenciano a una cueva— tiene especiales privilegios, concedidos por los reyes de Aragón, que consistían antes en poder recoger «almoinas», o limosnas, entre todos sus súbditos.
Asegura después:
—El pueblo no se beneficia. Las que hacen el «agosto» son las caspolinas. En verdad que el pueblo de Zorita no debe beneficiarse gran cosa.
Sin embargo, en nuestra caminata por los callejones han surgido detalles que prometen algunas ganancias para el vecindario zoritense. Hemos visto, a la puerta de varias casas, cómo a la luz de candiles de vacilantes pabilos, unos hombres acuchillan las reses sobre las tablas de los degolladeros de tijera. Diez, veinte reses, quizás más, balan lastimeramente en la noche, en el último estertor de la agonía. Bajo los soportales de la plaza Mayor, colgados de los tendones en afilados ganchos, se balancean más reses ya despellejadas, cubiertas de moscas.
Uno se pregunta ante la magnitud de la hecatombe de ovejas y cabras: —¿Estará preparando este pueblo el avituallamiento de una nueva partida carlista?
En los hornos se agita, al resplandor de las llamas que doran las hogazas campesinas, multitud de mujeres. Amasan pan y pastas en cantidades que bastarían para cubrir las necesidades del vecindario durante un mes. ¡Y no se benefician los zoritenses!
En realidad, todo el beneficio de esta fiesta de locura debería quedar, si fuese cierto lo que se nos afirma, en las garras del coro de negras brujas que hemos visto desaparecer en las sombras de la noche, allá en la montaña de las pesadillas, como una bandada de negros murciélagos: ¡las caspolinas!
La red del embrujamiento
¿Quiénes son estos misteriosos personajes, en torno de los cuales parece girar la acción del monstruoso drama de dolor y superstición que reseñamos? Sibilas poderosas, ellas manejan los hilos de la trágica farsa. Arañas que tejen la red de embrujamiento que cubre estos días la montaña.
—En cuanto se eche mano a unas cuantas de esas y se las ponga a buen recaudo —dice el cabo de la Guardia civil— ¡se acabaron las supersticiones!
Yo pido que la práctica de esta sugestión sea guardada para el año próximo.
—No, no —apunta el secretario—. ¡Si no se logra nada con detenerlas, ni aun con exterminarlas! Otras ocuparían sus puestos. Además, ¡son tantas!...
La obsesión de las brujas nos acompaña en nuestro sueño. La obsesión de las brujas y ese olor insoportable de la cuadra contigua a la habitación que ocupamos: una sala con dos alcobas, llena de ventrudos arcones. En las paredes, viejas litografías de santos y amarillentos daguerrotipos, en los que aparecen campesinos de calzón corto, tocados con pañuelos, ceñidos a las testas como turbantes. En la sala y alcobas tratamos de reponernos del viaje y de las emociones pasadas, el fotógrafo, tres mujeres y yo.
En esta posada del «Pescadoret» se da de lado, por lo menos durante estos días, a los enfadosos prejuicios sociales. En el corral vecino patean y relinchan los caballos y las mulas. Los gruñidos de unos cerdos nos despiertan.
Luces de nueva aurora. Al automóvil.
Y otra vez hacia el roquedal de la Balma, cuando aún las nubes mañaneras y las últimas neblinas que surgieron de la humedad del río, en la noche, peinan en los roquedos, en las jaras y en los bosques sus grises cabelleras desmelenadas.
El camino es liso y llano. Discurre junto al cauce del Bergantes. Hace tres meses que fue terminado y abierto al tráfico.
El milagro de "las caspolinas"
¿Prodigio del diablo o milagro de la pequeña imagen de la cueva es esta visión que sorprende nuestra mirada?
Por los caminos de herradura que escalan en zig-zag las montañas y bordean los abismos bajan largas recuas de esos machitos nerviosos, negros, bayos, castaños, de piernas finas. Triscan entre las rocas como cabras. En las enjalmas van niños, hombres y mujeres. A pie, detrás y delante de las caballerías, gente y más gente. Hasta el confín del horizonte se divisan en la carretera carros y más carros. Junto a la caravana, que da la sensación de que nunca va a terminar, roncan en su marcha automóviles, camionetas y autobuses repletos de romeros.
A las diez de la mañana el número de personas que ha llegado a la montaña pasa de doce mil. Hemos calculado a la baja. El de carros asciende a dos mil trescientos. Número exacto. Cien vehículos de tracción mecánica, procedentes de los más lejanos y diferentes pueblos, han volcado sobre la extraordinaria concurrencia de romeros, que ya había en el monte, un nuevo aluvión humano.
Caballerías, carros, automóviles y personas se apretujan en extraña mezcolanza en la calzada que conduce a la hostería. Se desbordan por la ladera, acampan en las profundas cuevas, bajo las rocas, en los soportales del edificio.
La montaña es una inmensa colmena...
A los gritos de los carreteros y de la multitud exaltada se mezclan los rebuznos de los asnos, los relinchos de los caballos. Marea este rebullir de la gente ruidosa y en movimiento constante.
Entre las rocas y los carros junto a la calzada, en primitivos degolladeros de tijera, rematan corderos de albos vellones, cabritillos y ovejas, unos hombres que esgrimen facas enormes. Despellejan los animales sacrificados tirando de la piel con las dos manos. Se abaten con los brazos desnudos sobre las víctimas en esta faena con los cuchillos entre los dientes. Arrojan las entrañas, inservibles, a los perros, mastines montañeses de nívea pelambrera erizada y ojos de fuego.
¡Lamentos de matadero! ¡Balidos de chivatos y corderos que gimen con gemidos casi humanos!...
Parece todo esto un rito primitivo. Sacrificios a un dios cruel y sanguinario de las viejas teogonías ancestrales.
A la orilla de la calzada se han establecido puestos de bebida, de carne, de pan, de dulces y refrescos. En los soportales, puestos para la venta de velas y ex votos de cera amarilla. Auténticamente virgen, aún guarda el perfume a miel de la flor del romero. Dos ciegos con los globos de los ojos blancos, de expresión terrorífica, ribeteados por el rojo cinabrio del tracoma, vieja guitarra y laúd, ennegrecidos por el sudor y el polvo de los caminos, cantan a grito pelado los «Milagros de la Virgen de Balma» en mal romance de construcción, entre valenciana y aragonesa:
<<En el pueblo de Aguaviva.
una doncella galana,
por presa de los malignos
todo el mundo la contaba.
Un mocito enredador
se los dio en una manzana.
Encomendándose de veras
a la Virgen de la Balma,
se le rompió el maleficio
y ahora está ya libre y sana.
Al cristiano creyente
la fe le salva.»
Venden los milagros, impresos en papeles rojos, verdes, amarillos...
«Tal como se canta está en el papel», gritan sobre un fondo de lamentos de prima y temblores graves de las cuerdas del laúd. ¿Prodigio del diablo o milagro de la Virgen? Porque ¿no está dentro de los límites de lo prodigioso el hecho de que la soledad agreste de esta montaña se pueble, durante tres días de Septiembre, por una tan numerosa multitud, tan diversa y de tan lejanas procedencias? De todo Aragón, Cataluña y Valencia han llegado gentes, en número capaz de poblar una ciudad.
Don Joaquín Ossed, prócer valenciano, que en estas tierras sigue manteniendo con su hidalguía la tradicional hombría de bien de los «cavallers» del Maestrazgo, defensores de la libertad contra las huestes del absolutismo tradicional, nos dice:
—Vengo a esta romería desde hace muchos años, y puedo asegurarle que esto que usted ve ni es un prodigio del diablo ni un milagro de la Virgen. Es la influencia de ocho siglos de superstición, mantenida y acrecentada por «las caspolinas». ¡Estas mujeres...!
Las sacerdotisas del brujerío
¡Estas mujeres...! En los pueblos de las cuencas del río Guadalope, del Alcañiz y del Bergantes tienen sus nidales y sus centros de brujerío. Mantienen la superstición y hacen granjería de la ignorancia y del dolor de las gentes cándidas. Se llaman, de antaño, «caspolinas» porque las más famosas han vivido en el distrito de Caspe. La palabra se ha convertido en sinónimo de bruja. Aliadas del demonio, infunden a sus víctimas el terror y la sugestión de la posesión diabólica. Ellas mantienen una vasta organización, que se pierde entre los pueblos de las comarcas antes mencionadas, en el misterio del secreto. Realizan prácticas de brujería y cobran su trabajo.
—Son listas, como el hambre —me aseguran.
¿Listas? Y sabedoras del oficio. Las escenas de pesadilla que presencié la noche anterior, en las cuales ellas actuaron de sacerdotisas de un inconfesable rito, han bastado para convencerme. Pero he aquí nuevas pruebas de sus maquinaciones.
Desde por la mañana, «las caspolinas» han abatido su vuelo de siniestras cornejas, del monte a los caminos. Allí esperan el paso de las caravanas, de las recuas, de los grupos de romeros, con prodigiosa penetración descubren y eligen sus presas. Los numerosos enfermos que a la Balma concurren en busca de remedio para sus males reales o imaginarios, caen en las garras de estas negras aves de presa. Los descubren, los sugestionan, con el pretexto de una piedad y una efusión cariñosas hacia ellos. Cuando el enfermo ha llegado al zaguán de la hostería, la obra está consumada. No pueden entrar en el templo los familiares, porque «los demonios les conocen» y no quieren soltar su presa. Queda la infeliz víctima a merced de las brujas. ¡La enferma o el enfermo, agobiado por el fanatismo, el temor supersticioso, con la voluntad rota!
La intervención de este coro de brujas es tan manifiesta, que durante el día de hoy nos hemos cansado de comprobarla. Aquellas escenas de horror y desesperación que anoche dejaron en nosotros el recuerdo de la pesadilla más monstruosa que imaginarse puede, han continuado en el interior de la cueva desde el alba al ocaso. Las mismas luchas entre los «endemoniados» y los fieles, hasta que aquéllos son arrojados como fardos ante el altar de los prodigios. Hemos presenciado la agonía mortal de nueve «endemoniados», furiosos ante la imagen dispensadora de las maravillosas curaciones, entre blandones y cirios encendidos, alaridos, gritos, cánticos y las manipulaciones de las «caspolinas». Hemos visto madres presentando sus hijos, no mayores de dos años, ante el ara de la superstición, pidiendo la intervención y ayuda de la Señora para librar a los tiernos infantes de la esclavitud de los espíritus del Averno. Y nos ha llenado de angustia y pavor la contemplación de otros quince endemoniados pacíficos —siete hombres y ocho mujeres—, encerrados en un mutismo trágico y en un desaliento y tristeza aterradores.
—Estos —me ilustraba la voz de la superstición— tienen los demonios mudos, los peores de cuantos hay en el reino de los «malignos».
El caso de cada «endemoniado» es una tragedia. Tragedias patéticas, desgarradoras...
Zorita del Maestrazgo, septiembre de 1929,
(Continuará.)






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