Tres días con los endemoniados, de Alardo Prats y Beltrán, 1929. (4/7)
TRES DÍAS CON LOS ENDEMONIADOS
Alardo Prats, 1929
Edición El Inquilino Guionista, 2020
La campana de los endemoniados
Desde el alba al ocaso canta la campana de la ermita su canción de bronce batido, en el campanario tallado en la roca. Tiembla el clamor de su voz, grave, profunda, imponente, en el aire delgado y sutil de la fresca mañana. Voltejea como impulsada por un loco. Enmudece un instante y torna a cantar más a prisa; canción angustiosa que multiplican los ecos en las hondonadas de los montes, hasta que se pierde en el húmedo silencio del verdeobscuro terciopelo de los bosques de pinos y sabinas. Retumba en los pasadizos y túneles que conducen a la cueva, como si diez campanas a un mismo tiempo lanzasen sus clamores en loca algarabía sobre los abismos. Como si en el interior de cada espelunca de la montaña 10.000 demonios de los infernales ejércitos batiesen en 10.000 yunques las corazas de bronce para su defensa en la batalla de exorcismos que contra ellos han empezado las gentes, que se revuelven en el monte sagrado como un enjambre de avispas embravecidas por un blanco sol de día de tempestad. Esta voz de bronce de la montaña de la locura ahora expande unos débiles gemidos en la vasta zona de los ecos.
—Es que la tocan los niños —me informan—; es que los niños tocan la «campana de los endemoniados»... Así se llama.
Los niños y los mayores. A la entrada de la cueva de las pesadillas cuelga una cuerda llena de nudos, brillante de sucio y grasiento sebo. Es la cuerda de la campana. Las mujeres levantan a sus hijos «endemoniados» en brazos para que tiren de ella. Racimos de cuatro y seis infantes se agarran en la recia cuerda de cáñamo para que la campana lance sus gemidos. Los niños «endemoniados», para liberarse de su mal; los que no sufren los horrores de la posesión diabólica, para precaverse y abroquelarse contra toda mala influencia de que puedan hacerles víctimas brujas y «echadoras de mal de ojo».
—La campana canta las glorias de la imagen milagrosa y su triunfo sobre los malignos. Por eso los endemoniados se resisten a tocarla. Es que no les dejan los peores espíritus —me aseguran.
En efecto. Entre los «endemoniados» y cuantos se sienten en perfecto goce de la gracia de Dios, que tratan de auxiliarles para la expulsión de los hijos de las tinieblas, se entablan tremendas luchas, en las cuales las manos se tienden anhelantes hacia la cuerda nudosa y sucia que, como una negra serpiente, cuelga de la roca, hasta que se logra colocarla en
manos del enfermo. Manos aprisionadas por otras diez auxiliadoras, que oprimen como garras y tiran y tiran de la cuerda, entre gritos, alaridos y blasfemias.
Entonces la campana voltejea como presa de un vértigo de locura, como si realmente fuera impulsada por la poderosa fuerza de los demonios. Retumba en las oquedades, con estrépito de 10.000 yunques a todo batir... ¡Clamor loco de la montaña de la superstición, que apenas calla un momento desde el alba al ocaso!
El pavoroso semicírculo de la angustia y del terror
No logra la claridad diáfana de la mañana cambiar el carácter de estancia laberíntica de trágicas pesadillas, que la cueva milagrosa ofrece en la noche. Apenas penetran en el recinto los débiles reflejos de la lumbrarada solar, que arde en el cielo azul, sobre cumbres y roquedales, por tres menguados tragaluces, abiertos al abismo. ¡Y este obsesionante juego de sombras que la gente proyecta en las rocas negras de la cueva!... La sombra de una caspolina, que en este momento, ante la verja del altar, planta en el suelo un cirio encendido, cuya punta inferior se derrite previamente en el tembloroso pabilo de otra vela, es una sombra de obsesión. Y la de este otro campesino, con el pañuelo negro colocado en la testa como un turbante, que remata un lazo con grandes puntas, es como el fantasma de un macho cabrío. Más de cuatrocientas personas se revuelven en el vasto recinto. Aldeanas de pomposas faldas, con sus negras mantillas abatidas sobre los rostros; mujeres jóvenes, con pañuelos en la cabeza; hombres. Todos con un brillante reflejo de fiebre en los ojos. ¿De fanatismo o de malsana curiosidad? Calor animal, de paridera en invierno. Olor insoportable a chotuno. Ni aun con el pañuelo densamente perfumado en las ventanas de la nariz puede soportarse. ¡Y a cada movimiento de las pomposas faldas de estas campesinas, el olor acentúa su mareante calidad!
Me sitúo, como un espectador más, en el semicírculo de la angustia y del terror, que la multitud forma ante el ara de los prodigios. En primera fila, junto a las negras cornejas del brujerío, entre el coro de sacerdotisas del rito exorcista.
De los numerosos cirios que arden ante el altar se desprende un mareante olor a cera derretida. Las llamas ponen rojos vivos en las arrugadas caras de las caspolinas.
Un cuarto de hora soportando este ambiente y estas escenas, oliendo estos perfumes oyendo las canturías de los fieles, ponen en trance de locura al espíritu más templado en el escepticismo y de irrefrenable arcada al estómago más fuerte.
La endemoniada de Codoñera otra vez ante el ara de los milagros
Otra vez presencio las luchas entre los endemoniados y los fieles, cuando estos tratan de entrarlos a viva fuerza en la cueva. Otra vez esta infeliz mujer, la endemoniada de Codoñera, Josefa Monterde, ha sido arrojada como un fardo en el semicírculo de la
angustia por un grupo de forzudos campesinos.
—¡Ahora se curará —chillan las caspolinas.
Josefa Monterde está en pleno delirio. Un delirio cuyas causas no sería difícil concretar.
Como anoche, las manos sarmentosas de las brujas acuden en auxilio de la desventurada. Se pierden entre los vestidos, que la enferma, se obstina en rasgar. Muestra íntimas reconditeces sin velo alguno. Vocifera obscenidades monstruosas. Imposible reproducirlas. Mujeres y hombres, que las oyen, porque restallan poderosas sobre los cánticos que entona el coro, tiemblan, no se sabe si de ansiedad o de indignación. Insulta la endemoniada a la imagen. Lengua infernal.
—¡Pobrecita —oigo una voz—; no es ella; son esos infames desvergonzados! ¡Hasta dónde llega su maldad!
Mas la maldad de los demonios se estrella contra el poderío y la sabiduría de las brujas. Josefa Monterde parece despertar de un plácido sueño. Ya ve la imagen de la Señora. Ya está en gracia de Dios.
—¿Cómo le dieron los demonios? —le preguntan.
—Por los aires —contesta.
—Parece que está curada —aventuran.
—Por lo menos, ha mejorado.
—No ha sido necesario que le pusieran hoy los lazos.
—Con los de ayer tuvo bastante.
—¡Bien agarrados los tenía!
En acción de gracias, la multitud prorrumpe en el cántico de «Salve, Regina». Coro imponente, desafinado. Impresión de dolor en los oídos.
El fotógrafo ha preparado su trípode y se dispone a tirar un magnesio. Por primera vez el objetivo fotográfico viola el secreto de estas monstruosas escenas. Una caspolina se percata y se apresta a cubrir las desnudeces de la endemoniada. En el pecho pone un papel con los «gozos». Mira con espanto la máquina y al fotógrafo. La llamarada y el trueno fracasado del magnesio. Se interrumpe el cántico. Y un grito de horror ronca en todas las gargantas, en aragonés y en valenciano.
—¡Nos hemos quedado ciegos! —braman.
Como por arte de encantamiento, el fotógrafo ha desaparecido, con su máquina a cuestas. Después me asegura que no está dispuesto a impresionar más placas del inferior de la cueva, y que tiene hijos un poco escépticos en cuanto se refiere a las ventajas de los seguros de vida.
Pregón de la milagrería
Josefa Monterde ha desaparecido del semicírculo, donde acaba de liberarse de los demonios. ¿Hasta cuándo perdurarán los efectos de esta liberación? Las caspolinas vociferan a la entrada de la cueva el milagro. Lloran. Bendicen el cielo. Besan a los familiares de la endemoniada, que han permanecido arrodillados en el pasadizo del recinto milagroso, impetrando la realización del prodigio. Una de estas brujas acompaña a la mujer liberada. Su boca no para un momento. Habla, habla, habla. Se hace lenguas del prodigio y dice pestes de los médicos.
—¡Aquí quisiera ver a todos los médicos del Mundo!
Su voz cascada será clamor de trompeta de la fama entre la multitud que acampa en el monte. ¡Milagro! ¡Milagro!
La endemoniada de los pies llagados
En el recinto de la liberación está la endemoniada de Els Ibarzos (Castellón), aquélla que vimos, con los pies llagados y sangrientos, camino de la montaña sagrada. Sus pies son una llaga enorme. Polvo, sangre en coágulos. Ha entrado en la cueva, ya vencida, en brazos de las oficiosas brujas, dejando huellas sangrientas en el suelo. Se lamentaba, ¡Lamentos de un dolor horrible!
—Ha hecho dos jornadas a pie y descalza —me dice uno de los hombres que acompañaron a la cuitada en su larga vía de amargura.
El marido está fuera.
—¿Usted es de la familia?
—No estaría aquí. Soy del mismo pueblo.
—¿Y cree que está endemoniada, de veras?
—Eso dice. Le dieron los demonios unas brujas de Villafamés. Madre y dos hijas...
—¿Y cómo se los dieron?
—Por los aires, dice ella.
—¿Cómo por los aires?
—Sí; los dan así.
Y añade:
—Dios nos libre de un «mal de ojo». A nosotros y a las bestias.
—¿También las bestias pueden ser endemoniadas?
—Como las personas. Talmente igual.
—¿También por los aires les infunden los demonios?
—Por los aires, o con hierba. ¡Eso, allá las brujas! ¿No echan una maldición sobre un campo de trigo y lo secan?
Han colocado a la endemoniada de los Ibarzos los lazos azules del exorcismo en los dedos de los pies. La canturía de los «gozos» no cesa. Se renuevan las voces del coro constantemente. Cuando pasa un momento, se alzan voces airadas:
—¡Recordons, canten los gozos!
Los aragoneses suelen acompañar con tacos más irreverentes el ruego. La cantata sigue. La endemoniada frota sus pies sangrantes entre lamentos de dolor. Repite una y otra vez sus acusaciones contra las brujas que le «dieron» el maleficio.
—Esas brujas —asegura mi interlocutor— le han hecho mucho mal. Razón le sobra para maldecirlas.
Me explica los poderosos motivos en que se funda esta razón. En todos los pueblos y masías, desde Ibarzos a Castellón, es conocida la endemoniada por el remoquete de «la Gorda». Tiene veintinueve años. Tipo de campesina de Levante, un poco obesa. Desde soltera se dedicó a comprar por los caseríos y pueblos huevos, pollos y gallinas que vendía en Castellón.
—Siempre fue una mujer «vividora» y cabal. Pero a los dos años de casada —ya había tenido un hijo— comenzó con sus desatinos. Compraba pollos y gallinas, y se le morían antes de que pudiera venderlos. Se le rompían cestas llenas de huevos. Pero esto durante meses y meses, día tras día. Comenzó a creer que le habían «echado mal de ojo» una madre y dos hijas que es fama que practican la brujería. Viven en un caserío. Dos chicas jóvenes son. Pues a ningún mozo se le ocurre ir a «festejarlas». Los chicos, cuando las ven, las tiran piedras. ¡Grandísimas...! ¡Créalo, como hay Dios! Si la embrujaron fue porque la mayor de las chicas quiso «pescar» al marido de ésta. Pero las cosas no pararon aquí. «La Gorda» hacía frecuentes viajes a Castellón para vender los pollos y los huevos. Pues ella, que siempre fue honrada, se iba con carreteros, que la llevaban en sus carros al cabaret. Hasta creo que pagaba ella el gasto.
Y prosigue:
—Al chico, muy arruinado el pobre de salud, no lo puede ver. Dice que está embrujado también. ¡El que está medio loco es el marido!
Todo esto me cuenta este hombre, que en estos momentos espera el prodigio de la liberación de la endemoniada de los pies llagados. Mientras, brama la voz de la incultura y del fanatismo:
—¡Que le salgan por los pies! ¡Que le salgan por los pies!
Han salido, al fin, de los dedos donde lucían, entre la mancha cárdena de los pies llagados, los azules lacitos de los exorcismos. Los lacitos teñidos de sangre de esta infeliz, loca de superstición y de dolor.
Las caspolinas no han intervenido con sus manipulaciones. Se limitaron únicamente a darle agua bendita con tierra sagrada y a colocarle los lazos que provocan el prodigio.
¡Otra endemoniada!
En el semicírculo de la angustia, otra endemoniada. Se llama Carmen Jordá, de treinta y un años, natural de San Jorge (Tarragona).
—Está endemoniada desde hace cinco años —me ha dicho su marido.
Ha venido a la Balma en un taxi de la matricula de Tarragona.
—No tiene idea de los gastos que me han ocasionado «estos demonios». Cinco años de médicos, creyendo que se trataba de una enfermedad. ¡Ahora resulta que son los demonios! Y la verdad es que no puede ser otra cosa.
¡Estas palabras en la boca de un hombre que viste chaqueta y que no es un campesino, que vive en un pueblo próximo a las grandes vías por donde discurre el progreso!
María Jordá, ante la imagen de la cueva, comienza rasgando sus vestiduras en un acceso de furor. Chilla y se revuelca en el suelo, la mirada extraviada.
Las caspolinas se obstinan en cubrir las desnudeces de la desgraciada mujer. No pueden. Vencido el ataque a fuerza de agua bendita e intervenciones de las brujas, tratan de vestirla. En torno a la endemoniada forman un círculo varias mujeres. Con sus amplias faldas hurtan a la curiosidad de la multitud el cuerpo desnudo de la enferma. Sale vestida de la cueva.
—¡Ya está bien! —dicen las caspolinas—. ¡Curada del todo!
Lleva un vestido nuevo. El que rasgó, y las prendas interiores que llevaba antes del exorcismo, han quedado ante el altar de los «milagros».
—Si se le pusiera el mismo vestido —aseguran— que rasgó cuando salieron los demonios, estos se apoderarían otra vez de ella. La ropa endemoniada no sale de la montaña. El ermitaño, después de lavar sus manos en agua bendita, la arroja a la Cueva del Diablo.
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